lunes, 19 de octubre de 2009

GENTE EXTRAÑA


El invierno otra vez—pienso esto mientras miro, desde mi ventana, el cielo gris-ceniza-fastidio-casi-limeño de la ciudad de Trujillo.

No me gusta el invierno. La fría estación se parece, para mí, a una vieja amargada en plena menopausia o a una mujer frígida tirando sin ton ni son. Pero yo nada puedo hacer para interrumpir los ciclos de la naturaleza, mas que abrigarme con LITERATURA, escribir alguna historia —que no serviría de nada—, salir a caminar por alguna calle como todas las calles o tener sexo, del bueno, con la madame M.

No es el frío, que produce rostros melancólicos en la gente, lo que detesto del invierno. Tampoco es la niebla, donde se sumergen las antiguas casonas coloniales, lo que me desagrada de esta estación. Es, ante todo, esa rebeldía de la naturaleza para adquirir la forma de un sueño profundo, un sueño que llega a ser el mío sin quererlo, un sueño del cual ya quiero despertar en verano.

Es en los parques donde puedo sentir más el sosegado corazón del invierno. Todo tiene cierto matiz que armoniza con la estación. La brisa traspasa como un frío cuchillo. El pájaro tiene un canto más sereno. Los árboles son impasibles a su manera. Los recuerdos tienen cierto sabor a chocolate. Los besos tienen sabor a café. Las mujeres caminan con cierto aire misterioso. Y yo, después de leer al borracho incorregible, puedo imaginarme, con cierta facilidad y espanto, la casa Usher bajo cualquier cielo de invierno.

En el invierno—me dijo alguna vez Natalia—fumo más cigarrillos y hago más el amor que en verano—a mí, en cambio, me ocurre lo mismo en verano, pero sin los fatales cigarrillos—. Ella, sin duda, sabe como pasarla bien. Natalia es una amiga trujillana que impresiona con su belleza y a quien, alguna vez, le prometí escribir una historia de amor para que ella lo lea en invierno y lo recuerde en verano. Aunque, con ese asunto del cambio climático, ella puede leerlo, o recordarlo, en invierno-verano o verano-invierno. Sin embargo, hasta ahora, no he cumplido mi promesa—y creo que no lo cumpliré—por estar involucrado, por un lado, en terribles problemas de faldas y, por otro lado, escribir esa cosa llamada historia de amor me resulta, realmente, bien jodido. Lo de ser un asunto jodido me di cuenta, desafortunadamente, mucho después. Mi ofrecimiento, entonces, se convirtió en un asunto realmente fastidioso. Pero, hasta cierto punto, todavía lo consideraba un compromiso pendiente.

Empecé a trabajar en la historia d’amour un día que ya no me acuerdo. Trabajar no sería la palabra adecuada. ¿Cuál seria la palabra adecuada? Nunca la sabré. Talvez sean muchas palabras que se entrelazan, que se combinan como los colores en una paleta de un artista en crisis o se devoran como bestias salvajes. Mientras más escribía, más me torturaba, pero siempre volvía a enfrentarme con las palabras y, en un ritual silencioso y persistente, conmigo mismo. Durante más de cinco años empecé a reunir lo que yo llamo restos de cadáveres insepultos: pedazos de papel dónde escribía, digamos, historias urbanas, notas marginales, garabatos, deshilvanados. No eran historias simplemente, eran más cosas. Eran, por ejemplo, relatos inconexos, muchas tonterías, emociones descontroladas, pensamientos vagos, cólera tardía, placeres escritos, tinta de sangre coagulada, chispa momentánea, algún momento agradable congelado con palabras, aproximaciones toscas, escapes repentinos, caídas inesperadas, metáforas inútiles, ningún misterio revelado, sueños difusos, búsqueda, episodios rutinarios, evocaciones fútiles y, sobre todo, locura. En fin, había reunido varios restos putrefactos de cadáveres insepultos que me servirán para terminar, quizás, algún día el collage que me de cierta tranquilidad y pueda decir “ya no lo toco más”.

En mi morgue literaria tenía brazos que le faltaban manos y manos que le faltaban dedos, tenía varias piernas de apariencia atlética y otras piernas inservibles de anoréxicas—generalmente modelos de pasarela—, varios pares de pies que serian la delicia de algún fetichista necrófilo—si tal fulano existe—, cabezas de políticos con agujeros enormes por donde se podía ver los sesos pudriéndose y llenos de mierda, tenía varios corazones en buen estado, hígados destrozados por la cólera de alguien que nunca se ríe, riñones llenos de piedrecillas—problemas de cálculo… ¿variacional?, ¿estocástico?, ¿diferencial?, ¿integral?—, intestinos como sogas sempiternas, vaginas que parecían orquídeas marchitas, decenas de ojos de todos los colores que rodaban como canicas por el suelo—los ojos azules sirven mucho para comerciales de televisión en un país de cholos—, lenguas largas como si todas fueran del integrante del grupo roquero Kiss que en este momento no me acuerdo su nombre, una colección de senos de todas las tallas—si encontraba, en cambio, senos de alguna vedette, le tiraba a la basura, pues prefería las cosas putrefactas, pero verdaderas, a esas siliconas—, muchos huesos con algo de carne todavía y no me faltaba ninguno de los 208 huesos humanos, cabellos crespos que pertenecían a alguna Medusa humana y que me recordaba a la vieja que despojaba cabellos de los cadáveres en Rashomon, orejas que no eran de Vincent van Gogh ni tampoco del pequeño Julius Bryce Echenique, etc. Tenía todas esas cosas que serían una delicia para Vesalio. Para mí, no obstante, eran las piezas exquisitas, pero inútiles por partes, para crear mi multi-universo o, al menos, mi universo o, en último caso, mi galaxia personal. Poseía casi todas las partes para armar mi Frankenstein; tenía, infelizmente, todas las noches de insomnio para crearlo. Ahora sólo quedaba jugar como el gran jugador, buscar los códigos más pendejos, ser el arquitecto de mis propias catedrales o, algo muy elevado de alcanzar, ser un neófito alquimista buscando los secretos de la pierre philosophale en algún código misterioso de algún libro misterioso de alguna biblioteca misteriosa en alguna ciudad misteriosa de algún país misterioso de algún planeta misterioso de alguna galaxia misteriosa de algún universo misterioso escondido en algún átomo misterioso que pertenece a otra galaxia misteriosa.

¿Y qué será de la pequeña? Ya no sé nada de Natalia: no la he visto desde hace varios inviernos. Atrás quedaron los ça va de las clases de francés, el adverbio aussitôt de pronunciación graciosa(osito), la jovencita crespita de look andrógino que no conversaba con nadie mas que con Natalia, mi síndrome de amores-pasados-no-resueltos-y-bien-jodidos y mis opiniones inadecuadamente francas en situaciones adecuadamente disimuladas, la pose ridícula de un boy leyendo un livre sin leer en la Médiathèque para tratar de llamar la atención de una girl de linda carita y buen culo, la fête de la musique en la Alliance Française with the music of The Beatles interpretado por un grupo (of course) fanatique of The Beatles y le professeur de origen celta: un mec amusant, cultivé, créatif, intellectuellement vif et, quelquefois, soûl. Tantas cosas juntas. Pero basta ya de todo eso. Esa manía de recordar detalles insignificantes, inconexos, me produce un efecto recurrente: una cosa conduce a la otra y todo es, de pronto, como une histoire sans fin.


(Parte del Relato ''Gente extraña''- Jim Fuk Yu - Trujillo 2005)

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