CINCO MIL PENDEJOS
Estuve dilucidando si seguir o no con estas crónicas. Pero vi la cantidad de lectores en las estadísticas de mi blog: superan los cinco mil por cada entrega ¿Algo tendrán estás crónicas? ¿Ofrecen bonus psicodélicos de pandemia? ¿Ofrecen grados académicos al paso? Pues no sé. No sé si proponer alguna hipótesis o alguna huevada que explique esto. Quizás sean solo más de cinco mil pendejos y nada más. Supongo, creo, que el confinamiento hizo posible un crecimiento exponencial de lectores ociosos como también el aumento de la taza de contagios. También aumento del autoerotismo (lo que hacen los jeropas) en tiempos de pandemia. No sé. Hasta cierto punto también me preocupa el aumento de mis lectores. ¿Qué es eso de tener lectores? Uno no escribe, al menos yo, pensando en los lectores. Sencillamente escribo porque me gusta, me relaja y también me jode mucho. Lo último, lo que me jode, está más cerca a lo que yo llamo una metodología de meditación persistente. En otra ocasión, si me acuerdo, explicaré eso de meditación persistente. ¿Lectores? No sé, lo dudo. Uno ya no encuentra esos lectores de la vieja escuela, es decir, lectores de pura sepa y por el puro placer de leer. Ahora uno se encuentra lectores de memes, esos que consumen todo minimalista, que comen apurado los párrafos, que tragan las frases y sufren de estreñimiento verbal, que son eyaculadores precoces y quieren todo bien papeadito. Son también acumuladores jorobados y seres muy parecidos a las computadoras: archivan información y eso es todo. Existe también los lectores de periódicos. No sé qué hay que tener en la cabeza para estar enterándose por los periódicos de las estupideces que dicen o hacen los políticos peruanos cada día o leer sobre la vida de los jugadores de la selección de futbol y esto y aquello y demás tonterías que escriben ahí. Sin embargo, la industria que se dedica a alimentar a esos lectores ha aumentado con el tiempo. No sé. Me cuesta tratar de encontrar una explicación. También ha pasado mucho tiempo desde que empecé a escribir nuevamente en mi trinchera-blog y muchas cosas han ocurrido. Creo que, al fin y al cabo, me llegan todos estos los lectores. Creo que seguiré con mi asunto de siempre. Es decir, solo hay que leer, comprender y olvidarse (y nunca olvidarse). Es suficiente.
CITAS, RESTAURANTES Y BERRINCHES
Esta historia podría llamarse El amor en los tiempos del coronavirus. Pero aquí no hay alguien parecido a Florentino que come rosas, bebe perfumes o, si no me estoy confundiendo, también le viene la diarrea por causa del enamora-miento. Tampoco existe una tal Fermina que se hace la que no quiere y al final resultó tremenda. Bueno, algunos lectores, me entenderán el asunto. Creo que eso de la cita romántica en un restaurante hermoso ha sido alimentado por las películas y novelas mexicanas. No voy a negar que he tenido muchas cenas, digamos, románticas y otras muy parecidas a una batalla campal. Las citas románticas en algún restaurante han perdido, creo, todo su esplendor de otros tiempos. No sé, quizás esa manía de escuchar y descuartizar todas sus frases mientras la escucho ha disminuido, creo también, cierta costumbre de no escucharlas y solo contemplarlas sin escucharlas. Ahora que me he vuelto un escuchador silencioso, casi un monje, me ha traído problemas gratuitos. Extraño esos tiempos en que era naturalmente distraído. La acompañaba sin acompañar, la escuchaba sin escuchar, pero si la quería como debe ser: con sus gritos, sus gemidos nocturnos, sus sueños húmedos, sus fluidos vaginales, sus borracheras, su ropa interior, sus ojos grandes, su cabellera de gitana, sus caprichos gastronómicos y, claro, sus berrinches. Ahora ya no soy tan distraído, eso creo, aunque no me atrevo a manejar una motocicleta aún. Pero ya no me olvido las fechas importantes. Antes me olvidaba su cumpleaños, el aniversario y hasta su segundo nombre. Pero, ella siempre estaba presente. Y tengo pruebas: le invitaba chocolates orgánicos, le llevaba a contemplar la luna llena en la playa, le recordaba que las estrellas estarán ahí por mucho tiempo y nosotros ya no, le traía siempre el vino tinto que le gustaba los sábados, le mordía sus labios y le besaba su cuello porque sabía que eso le gustaba, le hacía reír con mis chistes, le tomaba de la mano en invierno, le traía frutas, hacíamos el amor después de las peleas y hasta le tenía en mis sueños más extraños. Ella tenía su manera de joder y yo también. Si ella no me dirigía la palabra me daba igual, pues era muy distraído y no me daba cuenta de que estaba enojada hasta mucho tiempo después. Pero sí me molestaba que se meta a arreglar mis libros o mis papeles, pues en ese desorden yo comprendía mi orden. Creo que éramos buenos compañeros y amantes. Compañeros y cómplices para ser más preciso. Teníamos pues una relación franca y clara con las cosas que detestamos y las que nos gusta, podíamos llegar a ciertos acuerdos de convivencia o pactos sagrados. Éramos buenos amantes: el sexo era pleno, necesario, relajante, loco y también responsable. Pero bueno, y esto no es una excusa, la distancia fue más. La relación devino en, poco a poco, en una era de glaciación y virtualidad. Ya no era el mismo infierno amado de antes. Además, las cuarentenas se volvieron parte de la nueva situación. Entonces devino también una crisis para ella: mi silencio.
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