Ayer, frente a la hermosa mirada de la Virgen de la Puerta, compartí migas de pan con las palomas.
Tenía algo de dolor de cabeza ni bien llegué a Otuzco. El dolor no era por el viaje, sino porque a una señora, que hablaba demasiado con un argentino de Huaral, se le ocurrió hecharse perfume minutos antes de que el auto llegará a Otuzco. El perfume, honestamente, apestaba. A nadie, con el olfato perruno, como el mío, le desearía tal tortura. Recordé al asesino de la novela El perfume y quería ser él por unos instantes y cobrar venganza.
Me recuperé de la tortura de olor desagradable.
La Virgen miraba, desde su altar, serena y enigmática, al solitario personaje recibiendo la lluvia y compartiendo el pan(de cada día) con las palomas.
La Virgen, oh, qué lindos ojos tiene.
Me estoy enamorando de la Virgen. Aún no le dije nada y tampoco le he pedido algo. Me contento con mirar sus lindos ojos y sentir que me mira.
Quizás quería llamar la atención de la Virgen mientras me mojaba con la lluvia en un acto casi sacramental.
Mis visitas a la Virgen, de algunos silenciosos minutos, ya se han vuelto usuales los días viernes, al mediodía, bajo un cielo enorme, antes de comenzar las clases de mecánica clásica. A esa hora, además, hay pocos devotos y ella, y sus ojos, está más desocupada.
Los cerros, imponentes, también me miraban. Ellos también son buena gente y muy protectores.
Yo estaba sentado en una banca de la plaza de Otuzco mientras caía la lluvia. No me importaba mojarme. Quería sentir la lluvia. Quería recordar algo de las lluvias de selva. Aunque la lluvia en la selva te abraza más fuerte.
Hace muchos años que no sentía la lluvia. No sentía su energía y su capacidad que tiene para renovar mi cuerpo.
La gente corría a buscar un lugar para protegerse de la lluvia. ¿Protegerse de qué? Yo recibía la lluvia desde las estrellas y quería volar.
Comía y compartía con las palomas un suave y fresco pan otuzccano. La lluvia seguía.
La Virgen, dicen los lugareños, nunca olvida sus promesas. Las musas sí(salvo Penelope).
La lluvia caía, fría y monótona. Yo, sentado en aquella banca inolvidable, ya no era de este mundo. Era la lluvia. Era el cielo. Era el viento. Era el cerro.
Las palomas son amables y gustan de las migas de pan. Hice muchas amigas aladas, todas ellas poetisas.
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