Pintura, otra vez. Suelo pintar de noche, con música clásica, pisando la alfombra descalzo y siempre con una copa de vino. Ocurre, entonces, algo: pinto, digamos, en un estado alterado de consciencia con plena consciencia. No ocurre como la poesía que sin avisar llega. Los versos gravitan por ahí entre el silencio y el fuego. La pintura tiene otro sabor. Hay colores que se configuran en el interior. Formas que emergen como olas. Visiones que vienen como rayos. Cierta locura. La dilatación del tiempo y una huida al interior. Un viaje. Hay colores que son sonidos. Y sonidos que se plasman con colores. Algo fluye. Las cosas, simplemente, van saliendo. Yo los persigo o ellos me persiguen. Ciertos mundos internos convergen en el lienzo. Y otros mundos se bifurcan una y otra vez. Los colores son los ingredientes místicos. El pincel es una extensión orgánica de mi manos. El lienzo es una oportunidad de ser. La pintura es mi escape. No obstante, y en última estancia, la pintura también es una instrumento de exploración interior. Hay vino. Hay silencio. Poemas y pinceles. Feliz cumpleaños.
(Detrás de la culpa)
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